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Vacaciones para Julieta

Writer: Paula CucurellaPaula Cucurella

Updated: Feb 10



Incluso la forma de vida más pequeña, tiene derecho a un momento de descanso. Julieta sabía eso, aún si nunca se hubiese enterado de su propio nombre por oído, por el suyo o el de otros tiempos escuchándolo de su breve boca. 

Parecía insólito, increíble. Breve su vida había calado en los poros de horas sin número, irrigándose en ellas veces incontables, diminutas e infinitamente divisibles hacia la resta. Sin romanticismo .  .  .  Julieta merecía vacaciones, sostener el tiempo no era tarea fácil, y no debería tener que explicárselo a nadie que supiera lo que estaba haciendo, y no era esa su intención al acercarse al pesado escritorio del contador de su distrito, de brazos amortajados y dedos salpicados de tinta, pues Julieta sabía que nadie tenía tiempo para escuchar sus quejas que incluso reducidas al mínimo no merecían ni el segundo que el contador no repararía en su llegada, un segundo que por supuesto él no tenía, pero que si lo tuviese, si la contaduría tuviese tiempo —que por supuesto no tiene—, repasaría sus libros con aire sumario para contar a qué asistente horario se le podía robar una hora de sueño, pues siempre se podía vivir con seis, abandonar las caminatas contemplativas, las visitas al relojero .    .   .        De haber tenido la oportunidad de reflexionar en ello ya habrían deducido que ya no había tiempo, pero esta vez en serio.  Pues llevaban una eternidad esperando en vano a que se engendraran nuevos instantes, aunque fuesen minúsculos como Julieta, y nadie podía imaginarse lo que estaba pasando, pues, ya ven que para imaginar se precisa de tiempo libre.

Podía suceder, entonces, que la vida en perfecta salud —como se encontraba ahora aparentemente, aunque nadie sabía cómo se mantenía en pie— se detuviera precisamente en la flor de la vida: cubierto de cristales un pistilo invernaría la superficie azucarada, caramelizada, como tras una vitrina invisible, un crème brûlée reservado para otros paladares. Ahí, en la cercanía del límite el mundo se te arrojaba encima dejándote clavada en tu lugar, y en ese punto una carrera al baño se transformaba en una maratón con obstáculos, donde el mayor desafío era la paciencia y entretanto se te olvidaría qué es lo que estabas haciendo, qué es lo que querías hacer después, las palabras se alargaban inaudibles en bostezos y una idea no seguiría otra —sin perder el hilo necesariamente. Antes bien, una idea perdería tanta espesura que su dibujito en un papel podría cabalmente reemplazarla,  y eso se había comenzado a hacer, con la lengua torpe como si hubiésemos comido tres litros de helado. Pero incluso ese no era el problema. El problema era que si el límite te pillara comenzando a estornudar, tendrías que mantenerte estornudando por el resto de tu vida (si así se le puede llamar). 

De todos los instantes Julieta era la más silenciosa. Se desplazaba con máximo sigilo de un instante a otro; una cuña que mantendría abierta una ventana, así se incorporaba a sucesiones, desenlaces, comienzos (falsos), segundas oportunidades (falsas), atardeceres eternos alargados de súbito, esporádicos, repentinos, insuficientes. Si no sabías cómo terminar la frase, si te quedabas ahí esperando a que llegara, cogitando a dónde fue y sin otro propósito que la testaruda determinación a no abandonar el propósito; si te ocurría que aún exhausta no podías pasar a otra cosa, o si el paso se hacía un abismo.  .  .    .   .  ahí entraba Julieta a afirmar tu pie. Ella era la piedrecita que permitía saltar de una a otra hasta cruzar el río. Pero desde que el tiempo marchaba mal y los instantes chiquitos se extinguían como las lucecitas de las luciérnagas, Julieta pululaba de una crisis a otra, ofreciendo —avergonzada— la ficción de un respiro sin consecuencias. Y estaba harta. 

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