Estabas exhausta. Querías descansar los brazos y metiste las manos a los bolsillos. Ahí seguían las semillas de girasol del verano anterior. En su textura encontraste refugio cuando hubo que regar por la tarde con la chaqueta puesta. El día comenzaba con un café negro que bien podía ser Nescafé. Antes de los 30 se podía desayunar longaniza y utilizar el aceite para la miga de la marraqueta. Cuatro tazas, cuatro cucharas, dos cucharitas. Un sartén para los huevos revueltos, y otro más viejo para las longanizas. Esa sobriedad era un gusto adquirido. Tener poco y dedicarle el tiempo justo, eso era lo inefable de la elegancia. Fueron tan pocas las cosas que quedaron, tan pocas las que acumulaste, y por eso pudiste sobrevivir la tragedia de tu propio enamoramiento. El patio pavimentado de piedras donde te caíste y te volviste a levantar—alguna marca de sangre habrá quedado por ahí. Contemplaste el sol a través de tus párpados como una sábana naranja, y las cosas crecían a pesar de ti. Tu crecías, tus hermanas crecían, y nadie sabía lo que significaba, y fingías no entender nada cuando llovía y luego el sol secaba a los gusanos en las piedras. Te escondías con los ojos en la precordillera, la que quince años más tarde recorrerías con la intención de perderte para ver qué tan rápido podías volver a encontrar el camino. Practicando el fiarse, una forma de amor tan nuevo que todavía no había sido inventado. En ese tiempo buscabas un atardecer en un mundo tan fresco que todavía no había sido inventado. Nadie había podido deducir ni soñar estas caminatas a la orilla de la playa, la arena no molestaba y parecías más grácil que de costumbre. Cada bocado sabía a la única guinda del pastel que te comes porque sabes que es especial, a pesar de que no te gusten. Entrar al sueño era como sumergirse en una piscina de jalea. Ese mundo tan nuevo no puede detenerse ni un segundo a mirar la cámara, no puede quedarse en su sitio, lo ves de costado, lo ves a la fuga, con el rostro lleno de chocolate cuando te dice que sí, que ya, que posará junto a tus girasoles, los que sigues regando cada verano.
