Los efectos terminales ya no eran ignorables, aunque lo fueron por muchos años. De pronto sucedió uno de esos milagros de adaptación del comportamiento humano que no pueden ser explicados por el sentido común. Desear la muerte dejó de ser considerado un síntoma de enfermedad mental. “En determinadas circunstancias en las cuales mantener un cuerpo vivo produce menos ganancias y bienestar que acelerar su muerte sin dolor”. El lenguaje del positivismo en la jerga del buen morir era el resultado parcial del control parcial al que se había sometido el mercado, y su expresión más directa en los medios que quedaban. Era ley que a nadie se le podía decir qué comprar, ni cómo verse. Los trabajos perdidos en una industria llegaron a otras: La burocracia de la muerte, la de la muerte asistida. Morir era más fácil que nunca. Una experiencia como cualquier otra, decían. Pero nadie te decía que incluso aquí, habiendo llegado a esta puerta que esperabas que fuese la última, debías someterte al juicio de un hombre avalado por una institución, uno que quiere protegerte de tu silencio, de los espacios que dejaste en blanco en los formularios, de toda la información no cedida, y llenar esas páginas por ti.
Anna... Un terco silencio era la última agencia que conservaría.
Le tranquilizaba saber que el algoritmo se encargaría de hacer algo se su silencio. Quedarían en algún archivo, si alguien quería desenterrarlos. La idea no era del todo improbable.